Retiro de cuaresma: Tiempo para perdonar y ser perdonados

El padre Carlos Padilla nos invita a reflexionar profundamente sobre la sociedad en la que vivimos, hiperconectada, donde las redes sociales se han transformado en algo cotidiano. En esta sociedad en red, es necesario volver a unirnos como seres humanos, como cristianos, y para lograr esto aprender a perdonar y ser perdonados es fundamental.

| P. Carlos Padilla P. Carlos Padilla

A veces nos viene bien detenernos y mirar nuestra vida con algo de perspectiva. Por eso nos ayuda tanto desconectar y hacer silencio aunque sólo sea por un fin de semana. Este año miramos el desierto que representa la Cuaresma. Un desierto en el que Dios se adentra y espera al hombre. Callarnos, aguardar, buscar, esperar. El desierto asusta. Dejar las cosas que nos atan. Hace poco supe de la enfermedad llamada «nomofobia». La adicción al teléfono móvil es, para muchos, la enfermedad del siglo XXI. Según los expertos, el miedo a estar sin el teléfono se puede diagnosticar ya como un trastorno para una gran parte de la población, sin que los afectados sean conscientes de ello. ¿Quién es capaz de dejarse el móvil en casa y no tener un deseo irrefrenable de volver a por él? ¿Quién se ha quedado sin batería una tarde y no ha tenido la sensación de estar ilocalizable? ¿Quién ha salido sin teléfono y no ha albergado la sospecha de que precisamente a esas horas recibirá una llamada importante que no podrá atender? ¿Quién ha salido del cine o del teatro en alguna ocasión y ha aguantado hasta la puerta de la calle sin revisar sus llamadas o mensajes perdidos? Sí, aunque nos cuesta reconocerlo estamos algo enfermos en relación con el móvil. Las redes sociales, los mensajes, las llamadas. No soportamos estar incomunicados. Es verdad que a lo mejor no todos estamos tan enfermos, tal vez sea mejor no comprobarlo, pero sí que podríamos vivir con más libertad. Dependemos del móvil, nos esclaviza y no podemos salir al a calle sin él. El otro día había un anuncio en un restaurante: «Aquí no hay wifi. Hablen entre ustedes». Me impresiona ver personas sentadas en la mesa y cada una escribiendo mensajes en el móvil. Es la comunicación que nos incomunica de la realidad presente. No aguantamos sin estar en relación con otros pero luego tenemos muchas dificultades para entrar en relación con las personas que tenemos delante, para hablar de temas profundos, para abrir el corazón y contar en lo que estamos. Hoy la palabra red es una palabra muy usada. Estamos en red, relacionados los unos con los otros de forma virtual. El número de usuarios de internet es de casi 2 mil millones, lo que supone un 30% de la población mundial. Para el año 2015, habrá casi 3 mil millones de internautas, más del 40% de la población mundial proyectada. Cada vez son más los que participan en redes sociales y están comunicados a través de ellas con cientos de personas. Publicamos noticias, subimos fotos, hacemos comentarios, desnudamos nuestra intimidad. Publicamos nuestra vida sin pudor y perdemos el sentido de la auténtica privacidad. Entramos en relación y opinamos sobre lo que otros cuelgan escribiendo: «Me gusta» o «No me gusta». Y creemos que los vínculos se hacen más profundos. Pero se trata de una red virtual en la que todos participamos y nos relacionamos sin entrar en honduras. Es una red frágil, endeble, expuesta. Tenemos muchos amigos virtuales, pero poco profundos. ¿Es esta red una red fuerte, firme? ¿Es la red que soñamos crear? Justamente al hablar de la red en este año jubilar queremos regalarle a María utilizamos esta imagen como un ideal. Pensamos en una red hecha con cuerda, fuerte, resistente al uso. Una red que nos mantenga unidos y pueda ser así usada por Dios a su antojo. Es la red que echaban los apóstoles desde la barca a la orden de Jesús. Porque ellos confiaban en su Palabra. Y aquella red fuerte y tosca se llenó de peces. Y no se rompió aunque eran demasiados y la tuvieron que sacar entre muchos. Cuando pensamos en la red pensamos entonces en la comunión, en la unidad a la que estamos llamados como cristianos. Recurrimos a un término muy nuestro: queremos ser una familia unida. Decía el P. Kentenich: «Estaba previsto en los designios de Dios que ustedes y yo nos perteneciéramos con una profundidad singular. En los planes de Dios nunca debo haber existido sin ustedes, ni ustedes sin mí. Desde la eternidad Dios pensó en una Alianza de Amor. Si Dios lo pensó así, si no me vio nunca sin ustedes, ni ustedes sin mí, si Él no quiere que cumpla mi misión sin ustedes –como tampoco vio a María separada de Jesús- si Él les pensó a ustedes desde toda la eternidad, como mis colaboradores permanentes en el cumplimiento de mi misión, entonces comprenderán cuán agradecido estoy para con ustedes que han consentido con estos planes»[1]. Estamos unidos como Familia, entre nosotros, y con el P. Kentenich. Como Cristo y María en la cruz de la unidad. María al pie de la cruz. Una unidad que se sustenta en el amor, en la Alianza de Amor con María. Ella es la que nos une, la que nos mantiene unidos, la que no permite que se suelten las cuerdas de la red, la que logra que nos abramos y rompamos por amor.

Formar una red no significa llegar a ser un conjunto de personas que se mantienen unidas simplemente como ovejas masificadas. No se trata de una unidad de compromiso o conveniencia. No, la red se construye a partir de una decisión libre y auténtica. Nos unimos por amor, para amar más, para darnos más. No por interés. Decía el P. Kentenich: «Con hombres masa no sé hacer nada. Sólo sé hacer algo con personalidades autónomas. Motivadas por sí mismas. Con hombres que tienen juicio propio y que saben mantener firme ese juicio»[2]. La decisión por formar parte de una red es una decisión madura y libre, una decisión autónoma y auténtica. Es la misma decisión que tomamos cuando optamos por seguir a Cristo en su Iglesia. El P. Kentenich habla del hombre vinculado, del hombre arraigado profundamente en el mundo de Dios y en el mundo de los hombres: «El hombre nuevo es la personalidad autónoma, llena de espíritu, pronta y alegre en decidirse, responsable e interiormente libre, alejada tanto de una rígida esclavitud a las formas como de una arbitrariedad desvinculada»[3]. La red que nos une como Iglesia, como Familia de Schoenstatt, se compone de muchos trozos de cuerda unidos. Nos unimos los unos con los otros y, a través de esos vínculos humanos, nos unimos con el mundo sobrenatural. Es esa comunidad de apóstoles a los que Cristo llamó para compartir la vida. Él es el verdadero sustento de la unidad. María es la que nos une como red de hermanos, como familia que aspira a la santidad. Dios usa nuestra libertad para formar una red de vínculos. Porque, como decía Francisco de Sales: «Dios no quiere en su barca galeotes sino remeros libres». La barca de Jesús respeta la libertad de todos los que entran para navegar con Él. Y Él navega entonces con nosotros, a nuestro lado y echa la red para que pueda haber mucha vida, mucha fecundidad que no se debe a nuestra capacidad sino a su poder. Porque sólo somos un trozo de cuerda unido a otros trozos de cuerda formando una red inmensa. Cristo anuda los trozos de cuerda sueltos. Nos restaura y nos une a los demás. Logramos nosotros reparar a otros cuando somos reparados. La red no tiene fisuras siempre y cuando predomine el perdón. Sí, el perdón recibido y el perdón entregado. ¡Qué difícil es unir! ¡Qué fácil resulta dividir! El perdón sana y une. Dice el P. Kentenich: « ¿Cuál es la esencia de la comunidad? Ésta consiste en estar espiritualmente el uno en, con y para el otro»[4]. Una red de vínculos sanos y profundos. Un amor noble que libera. Si vivimos los unos en los otros, arraigados y anclados, la red será una red fiable, una red para Dios, para la misión, signo de la presencia de Cristo. Al hablar de la red nos preguntamos cómo están nuestros vínculos. El tiempo de cuaresma es un tiempo para preguntarnos por la calidad y calidez de nuestras relaciones. ¿Sabemos lo que le preocupa e inquieta en estos momentos a nuestro cónyuge, a nuestros hijos, a nuestros padres, a nuestros hermanos y amigos? ¿Conocemos sus miedos y anhelos, sus sueños y desafíos? Convivimos con muchas personas y con frecuencia ignoramos lo que está vivo en sus corazones. No preguntamos porque no tenemos tiempo. Y los vínculos, cuando no se cuidan, cuando no se hacen profundos, se van secando lentamente.

Esta red que queremos formar se hace fuerte a partir del perdón, de la misericordia. El perdón de Dios nos salva, nos levanta, nos redime. Nosotros necesitamos experimentar continuamente la misericordia de Dios. Ojalá la hayamos experimentado muchas veces en la confesión. Es una gracia que nos levanta para volver a empezar. Como decía el Papa Francisco: «La confesión no es una sesión de tortura ni una lavandería. Jesús, en el confesionario, no es un producto de limpieza en seco. La posibilidad de avergonzarse es una verdadera virtud cristiana, e incluso humana. Bendita vergüenza. Así es como llegamos a ser conscientes del mal realizado. ¿Y si mañana hago lo mismo? Ir de nuevo. Él siempre nos espera. El confesionario es el lugar donde Dios nos invita a experimentar su ternura». La Cuaresma y la Semana Santa son una oportunidad para cambiar de vida, para pedir perdón y recomenzar un camino de santidad del que nos habíamos alejado por el pecado, al ceder a la tentación, al dejarnos seducir por aquello que nos atraía tanto. Estamos en un tiempo especial de conversión en el que recibimos la misericordia de Dios en nuestras vidas siempre y cuando seamos capaces de humillarnos con sencillez, con mansedumbre, con vergüenza, con mucha paz ante Dios, porque Él siempre nos perdona. Queremos pedirle a Dios que purifique nuestro corazón. Que nos quite el rencor, el odio, la envidia, la pereza, la desidia, el desprecio, la mentira, el deseo de venganza, la soberbia, el orgullo. Tenemos dentro sentimientos que no son los de Cristo, no son muy puros. Sentimientos que nos alejan de Dios. Queremos que Cristo tome forma en nosotros. Queremos tener sus sentimientos. ¿Qué harían Cristo o María en este caso? Es la pregunta que nos tendríamos que hacer cada día, en cada momento. No lo hacemos y por eso el pecado nos aleja de Dios y debilita nuestros vínculos. Pero la realidad es que no podemos dejar de pecar. Nuestra debilidad es muy real y tenemos que aceptarla. En realidad pecamos incluso cuando no hacemos nada, cuando omitimos el amor, cuando dejamos de dar alegrías y esperanza, cuando nos cerramos a nuestra carne y no nos abrimos a la misericordia. ¡Cuántos son nuestros pecados de omisión!

Cuando Jesús nos perdona a través de la confesión, no nos pide explicaciones, no busca que cambiemos inmediatamente de vida. Simplemente nos pregunta: « ¿Me amas?». Hay preguntas que no se olvidan. Pedro guardó aquella pregunta grabada en su corazón para siempre. Pedro falló a Jesús cuando Él más lo necesitaba, en la oscuridad de aquella noche. Jesús hubiera necesitado su mirada, su fidelidad, o simplemente su oración sufriente para tener más fuerzas. Hubiera querido verle al lado de su Madre, buscando respuestas y algo de esperanza. No sabemos bien qué es lo que Jesús pudo esperar aquella noche. A lo mejor, así es el verdadero amor, no esperaba nada y, al mismo tiempo, lo esperaba todo. Pero esa tristeza suya no estaba llena de amargura. Simplemente reflejaba un deseo incumplido, un sueño roto en medio de los gritos. Aquel que lo amaba tanto y estaba dispuesto a dar la vida por Él, permanecía con miedo oculto en la noche, negando conocer al Nazareno. ¡Qué duro! ¡Qué sinsentido! Jesús lloraría igual que lloró Pedro. ¿A quién le dolió más ese cruce de miradas? Jesús le preguntaba con su mirada si le quería y lo sostenía con ternura en su vergüenza por haber caído. Pedro huyó oculto entre las sombras, lloró amargamente. Jesús no quería reprocharle nada, sólo quería saber si le amaba. Y quería que Pedro supiera que Él sí le amaba. No fue posible el reencuentro aquella noche. Seguro que Pedro no estaba todavía preparado. Tuvieron que esperar los dos y al final se vieron. De nuevo se encontraron. Junto al lago. En el hogar común donde ya no era necesario esconderse. Allí Pedro era Pedro y no temía la muerte. Allí, ante Jesús, podría reanudar el diálogo roto por el canto de un gallo. Jesús le pregunta tres veces a Pedro: « ¿Me amas?». Y al final Pedro estalla: «Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero». Claro que lo sabía Jesús. Conocía su corazón de niño. Negó entonces en la noche por miedo, porque no quería morir. Ahora afirma seguro lo que ya no teme confesar. Ha crecido su fe. Ya no teme. Sabe que puede morir como el Maestro, porque está preparado, pero confía en la luz y en la vida. Cree y ama. Sin miedo, sin tener que ocultar nada. Jesús nos pregunta lo mismo cada vez que nos confesamos y pedimos perdón. No quiere que nos quedemos anclados y embarullados en nuestros sentimientos de culpa. No quiere que estemos continuamente mirando el daño causado, sintiendo la culpa y el dolor, criticando sin misericordia lo que hicimos. No, Jesús nos pregunta con mucho cariño: « ¿Me amas?» ¿Qué podemos responder a esta pregunta? Que sí, que le amamos, que daríamos la vida por Él, que sin Él a nuestro lado la vida no tiene sentido, que si Él no nos llena nada podrá hacerlo. Sí, éste es el camino y por eso nos alegramos siempre de nuevo al escuchar su voz: « ¿Me amas?».

Por todo ello es tan necesario aprender a pedir perdón. ¿Cuándo fue la última vez que preparamos bien una confesión? Siempre nos falta tiempo. ¡Cuántas personas nos dicen al comenzar a confesarse: «Lo siento mucho, no me ha dado tiempo a preparar bien la confesión»! Sí, es muy común. Queremos confesarnos. A veces sólo limpiarnos para volver a comenzar. Nos pesa el alma y su piel se ha endurecido. Tanto que se ha vuelto oscura y seca. En esos momentos comprendemos que necesitamos confesarnos. Pero es verdad que otras veces nos parece que no hacemos nada malo. Que somos generosos y buenos y no cometemos ninguno de los grandes pecados señalados por la Iglesia. El confesor necesita materia para poder absolver y la materia son los pecados. Pero a veces, es increíble, hay que hacer malabarismos para encontrar algún pecado: «Eso no, eso tampoco, no, eso no lo hago». Y no hay materia, faltan los pecados. Parece que sólo hay buenas obras. Hay pecados que desconocemos, hay sentimientos que casi no percibimos o nos hemos acostumbrado a ellos. Nos habituamos a hacer ciertas cosas y pasan a ser parte de nuestra rutina, no le damos importancia. No hacemos silencio suficiente para reflexionar sobre nuestra vida, para pensar en nuestro pecado más habitual. Y así, en la superficie, no sabemos dónde tenemos que mejorar. Engañamos, racaneamos, excluimos, hacemos acepción de personas, descuidamos, olvidamos, desoímos, negamos, ofendemos sin saberlo, despreciamos sin darnos cuenta. Seguramente somos enemigos de alguien y no lo sabemos. Habrá una herida con nuestro nombre en algún corazón pero pensamos que no es nuestra. Puede ser que sí que lo sepamos. Lo hicimos, herimos, fallamos y luego lo olvidamos. A veces herimos sin darnos cuenta. Pecamos con nuestras palabras, gestos u omisiones. Porque cuando omitimos en el amor también herimos. ¡Pero cuánto nos cuesta pedir perdón! ¿Es de nuevo el orgullo, el amor propio? ¿El deseo de hacerlo todo bien y no fallar nunca?

Tenemos que aprender a pedirle perdón a Dios, pero también, es fundamental, a los hombres. Nos cuesta mucho pedir perdón por las cosas que hacemos mal. Puede ser que actuemos siempre así y nos acostumbramos. Hacemos las cosas mal y luego nos justificamos. Echamos la culpa a las circunstancias, a los otros, al mundo. Buscamos otros culpables que nos eximan a nosotros de la culpa. Ponemos cara de inocentes. Uno acaba haciendo lo que ve. Vemos en todas partes la actitud de tirar la piedra y esconder la mano; en el deporte, en la política, en el mundo de la empresa. Acabamos haciendo lo que vemos. Actuamos y ponemos cara de inocentes. Pero la verdad es que hicimos daño. No importa que otros también lo hagan, o que se lo merezcan, o que tengamos razón. Eso no importa. El mal nunca se puede justificar. La Iglesia, en el año 2000, de la mano de Juan Pablo II, miró su historia, una historia de santos y pecadores, y pidió perdón públicamente. Posteriormente volvió a pedir perdón Benedicto XVI por los casos de pederastia. Son gestos de humildad, sinceros y arrepentidos. Es cierto que los santos también son pecadores, por eso no estamos exentos de aspirar a lo más alto. Cuando miramos la historia de la Iglesia vemos pecados y heridas y nos sentimos responsables de tanto dolor causado. La Iglesia, tan humana, tan de Dios, no tiene un pasado inmaculado, ha pecado y sigue pecando en el presente. Al mirar nuestra historia personal en Schoenstatt, en la Iglesia, vemos nuestro propio pecado. Schoenstatt también ha pecado. En Schoenstatt también hay santos y pecadores. Hay cosas en estos cien años que no se han hecho bien, eso seguro. Somos humanos y cometemos errores. Y casi sin darnos cuenta acabamos dejando cicatrices en algún alma. En ocasiones hemos hablado mal de otros. Hemos pensado o criticado en nuestro corazón a una persona, a una comunidad, al que es diferente. Nuestras críticas son como un puñal que atraviesa una vida. Creemos que sólo nosotros hacemos todo bien y nos es fácil juzgar a los demás desde nuestra atalaya. Nuestras críticas hieren, aunque no sean públicas, aunque otros no las conozcan. No importa. Es como ese veneno que avanza lentamente y hiere en el silencio. Juzgamos en un inútil afán por sentirnos mejores, más capaces. Descalificamos a otros para justificar nuestras acciones y actitudes. Por envidia y celos hundimos la imagen de otras personas como queriendo reivindicar nuestro valor. Nos sentimos superiores y ninguneamos a ciertas personas, no las acogemos. A lo mejor competimos por el poder, por un lugar, por un puesto, por el cariño de una personas. Nos gusta tener influencia y poder. Saber es poder. Opinar y decidir es poder. A lo mejor hemos evitado a algunos hiriéndoles con nuestra indiferencia. Tal vez no hemos tenido valor para iniciar un reencuentro sanador con aquella persona herida por nuestros actos. Hemos dejado pasar el tiempo pensando que así todo se arreglaría solo, sin hacer nada. No damos las gracias y abandonamos heridos al borde del camino. Seguimos de largo, sin cuidarlos.

¿Por qué nos cuesta tanto pedir perdón? Tal vez a veces no somos conscientes de lo que hacemos. Lo hacemos y ya está, y no le damos importancia. Luego no valoramos el daño, la herida, el dolor causado y seguimos nuestro camino. ¿Inconsciencia? ¿Inmadurez? ¿Egoísmo? ¿Indiferencia? No importan las causas. Lo importante es mirar el camino que tenemos por delante. Mirar y confiar. Sí, de eso se trata. Queremos aprender a pedir perdón para iniciar una nueva historia, un nuevo camino. Pidamos perdón a todos aquellos a los que hemos herido. Pedir perdón nos hace vulnerables ante los hombres. Nos abre a la misericordia de los demás. Nos expone al rechazo o a la aceptación. Es sanador para el que pide perdón y para el que perdona. Pero, ¡cuánto nos cuesta! Sentimos que perdemos algo, que dejamos de tener influencia. Nos resulta duro reconocer nuestra responsabilidad y nuestra parte de culpa. Sentimos miedo al rechazo al mostrarnos frágiles. Es todo lo contario. Pedir perdón nos hace crecer como personas, nos hace más grandes, más valiosos. Tendríamos que pensar: ¿A quién y por qué cosas tendría que pedirle perdón? Seguro que sé de algunos a los que no les caigo bien, aquellos que evitan mi compañía, que se alejan cuando llego. A lo mejor vivimos con personas a las que no les pedimos perdón y están heridos. Nos cuesta pedirle perdón a nuestro cónyuge. A veces lo hacemos sólo para salir del paso. ¡Qué sano aprender a pedir perdón! Aunque nos resulte humillante. En ese acto de generosidad y bondad estaremos siendo grandes, estaremos sembrando semillas de eternidad. Al pedir perdón podemos además tener la gracia de ser perdonados. El perdón nos hace mucho bien, nos purifica, nos dignifica. Somos perdonados y podemos volver a comenzar. Recibimos el perdón y Dios en el cielo hace una fiesta. Escuchamos de lo más alto: «Tú eres mi hijo amado, mi predilecto». Cuando aprendemos a pedir perdón a los hombres nos será más fácil pedirle perdón a Dios. Hoy cuesta la confesión porque el hombre se ha acostumbrado en sus relaciones a no pedir perdón, a no reconocer el error y la culpa. Por eso es tan sano pedirle perdón a Dios por nuestras actitudes, actos y omisiones. Porque nos hace bien pedir perdón y recibir ese abrazo de Dios en el alma.

Pero es necesario al mismo tiempo purificar nuestra memoria, los recuerdos del alma. En ocasiones miramos nuestra historia y pensamos que no tenemos nada contra nadie, que estamos en paz con todos. Lo cierto es que, a lo largo de nuestra vida, hemos sido ofendidos y heridos. Nuestra memoria está dañada. Basta con escarbar un poco en el pasado, y salen a la luz muchas heridas y rencores. Hacemos silencio y nos preguntamos: ¿Quién me ha ofendido alguna vez? ¿Quién ha hablado mal de mí? ¿Quién me ha ninguneado y ha evitado estar conmigo? ¿A quién guardamos rencor en el alma? ¿Quién nos ofendió con palabras y gestos? ¿Quién no nos agradeció lo que hicimos? Nuestra memoria guarda en el corazón todo lo sucedido. Lo guarda grabado a sangre y fuego. Por eso, cuando súbitamente dejamos aflorar lo que hay en lo más hondo, volvemos a sentir la frustración, el dolor, la ofensa, como si acabara de ocurrir hace tan sólo unos momentos. Sí, tenemos enemigos y tienen un rostro concreto. A lo mejor ellos ignoran su condición. Tal vez ni saben que nos han hecho daño o piensan que ya lo hemos olvidado y perdonado. Pero la verdad es que nos duele el alma al sentirnos heridos y al saber que otros han sido heridos por nuestras palabras y obras. Queremos pedirles a Dios y a María que este tiempo sea un tiempo en el que entreguemos nuestra historia, nuestros dolores, nuestras pequeñas amarguras, nuestras heridas, y les pidamos que nos purifiquen el corazón. Sólo Ellos pueden sanar nuestras heridas y darnos paz. Nosotros no somos capaces.

Dios nos enseña a perdonar, pero no es tan fácil. Porque el corazón graba con fuego en la piel del alma. Parecen no borrarse las heridas, no desaparecer la sangre. El dolor continúa. No es tan sencillo. El alma esté herida por ofensas y desprecios. ¡Cómo se graba la herida en lo más profundo del alma! ¡Qué difícil perdonar y olvidar! ¡Cómo es ese corazón nuestro que ama tanto y sufre tanto! ¿Es el orgullo el que nos impide pasar página? ¿Es el miedo a volver a ser heridos el que no nos deja olvidar del todo para protegernos y estar alertas? Necesitamos perdonar para volver a recorrer los caminos ya pisados. Es el desafío de aprender a dar perdón y ser misericordiosos. Es un misterio. Un gesto de perdón por nuestra parte nos abre el corazón del que ha sido perdonado. Pero muchas veces no somos capaces de perdonar y olvidar. Si no lo hacemos, no podremos nunca llegar a movernos con libertad. Tendremos miedo al dolor. Pensaremos en la herida y nos asustará que vuelva a abrirse. Pero, ¿cómo se perdona? Es una gracia que tenemos que pedir, porque no sabemos cómo hacerlo. Decía el Papa Francisco: «En cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso experimentar la alegría de extender esta buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío». Perdonar para volver a confiar, como dice el P. Kentenich: «Mantener la fe en lo bueno que hay en el ser humano. A pesar de las decepciones sufridas, a pesar de los errores, a pesar de las duras luchas. Que no haya nada que socave la fe en lo bueno del ser humano. Por experiencia sabemos que cuando alguien dice o da a entender: -No creo más en ti. Todo en él se bloquea». Es verdad que el perdón de Dios nos sana, nos libera, nos levanta. Dios perdona siempre y olvida, cree en nosotros, en la bondad de nuestro corazón y no se deja confundir por nuestro pecado. Es un misterio, un don, una gracia que recibimos de rodillas. Su misericordia tiene que ayudarnos a ser misericordiosos con los que nos ofenden.

Pero, ¡cuánto nos cuesta perdonar! Guardamos las ofensas. Decimos que perdonamos y en seguida lo echamos en cara y no olvidamos. La herida sigue sangrando y no somos capaces de perdonar y olvidar como hace Dios. Él sí que nos perdona y no lleva cuenta del mal, no guarda el rencor, no lo alimenta, simplemente lo olvida. Sabe que somos mucho más valiosos que la ofensa que cometimos. Somos sus hijos. Hechos a su imagen y semejanza. Dios nos perdona para que nosotros aprendamos a perdonar con un corazón alegre. A veces, al perdonar, queremos que el que nos ofendió haga algo más, restituya, sane, cure la herida causada. Queremos actos que restablezcan la justicia y la paz. Queremos que nos dé algo a cambio de nuestro perdón y nuestro olvido. Por eso, cuando esos actos no se dan, no perdonamos, porque nos parece injusto, porque nos sentimos de nuevo ofendidos. Otras veces simplemente queremos que el que nos ha ofendido cambie, mejore, no vuelva a cometer nunca el mismo pecado. Queremos que no lo vuelva a hacer nunca más, que cambie de actitud para siempre. Queremos la conversión inmediata, sin dilación. La ofensa ha minado nuestra confianza y queremos que sus actos sanen la confianza perdida. Pero el perdón nunca se puede dar de forma condicionada. Ayuda a sanar las heridas el hecho de pedir por el que nos ha ofendido e intentar ponernos en su lugar. O perdonamos o no perdonamos, pero no podemos perdonar con condiciones. Cuando nos piden perdón, tenemos que ser generosos y ayudar a que el otro no se sienta mal. Se lo podemos poner fácil. No cebarnos, ser acogedores. En ese momento el que pide perdón está en inferioridad. Por otro lado, esa cicatriz que ha dejado la ofensa en el corazón, cuando nos piden perdón, a veces se borra, pero a veces no. Permanece y forma parte de nuestra vida. Nuestro corazón será un corazón con cicatrices, un corazón que ha amado y ha sufrido. Queremos acostumbrarnos a mostrársela a Dios como expresión de nuestra fragilidad. En definitiva, queremos aprender a perdonar como perdona Dios. Y es que Jesús no le pidió al buen ladrón el arrepentimiento por sus malas obras. Al mismo tiempo el Padre de la parábola del hijo pródigo no le pide a éste que se arrepienta y cambie de actitud antes de hacerle una fiesta por su regreso. Así es Dios. Así estamos llamados a ser nosotros. Aunque nos parezca imposible. Incluso injusto. Pero, ¿cómo perdonaba María las ofensas? ¿Cómo perdonó Cristo a los que le mataban y lo miraban al pie de la cruz? El perdón es generoso, libera, engrandece al que lo da y sana al que lo recibe.

[1] J. Kentenich, Nueva Helvecia, 20.08.1947

[2] J. Kentenich, Terciado de Brasil, 1952

[3] J. Kentenich, Mi filosofía de la educación

[4] J. Kentenich, Semana de Octubre del 50

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