CIEN AÑOS DE CAMINO, UNA MIRADA SOBRE SCHOENSTATT. SEGUNDA REFLEXIÓN
Hoy, vamos con la segunda reflexión del Padre Carlos Padilla, extracto de la charla "Cien años de camino, una mirada sobre Schoenstatt". En esta oportunidad, el sacerdote aborda el tema recordando nuestro llamado a ser santos. Un llamado que no consiste en imitar al Padre Kentenich, sino más bien en tener su visión de la vida, esa mirada audaz y profunda que lo caracterizó y que hasta el día de hoy nos continúa inspirando.
| P. Carlos Padilla P. Carlos PadillaSegunda reflexión: una mirada sobre el camino hecho de la mano de Dios
Schoenstatt es una obra de Dios. Es fruto de la irrupción de Dios. Si uno mira estos cien años de camino, ve que somos hijos de la providencia. Durante todos estos años Schoenstatt podía haber desaparecido. En la primera guerra mundial, en la segunda, en el exilio, con la muerte del P. Kentenich, ya que la muerte de un fundador siempre trae dispersión y dificultad. Parece ser que Dios quiere que sigamos existiendo. ¡Qué alegría la vida que ha surgido en estos años! ¡Qué alegría la cantidad de milagros ocultos en este tiempo! ¡Qué alegría tantas personas que viven de esa fuente y vuelven continuamente a ella! ¡Qué fiel es Dios! Lo primero que surge en Schoenstatt es la fe práctica en la divina providencia. El padre interpreta voces, descubre puertas abiertas, a veces sólo rendijas. La decisión más difícil de su vida la tomó hace cien años. Se fió de Dios, de María. Lo hizo temiendo equivocarse. En la hondura de su jardín, en diálogo con María, intuye que Dios le está pidiendo dar un salto de fe. Ve que quiere que le pida a María que se establezca en esa pequeña capillita. Y dio el paso con esos jóvenes que se fiaron de él, que creyeron porque él creía. Suele ser así en la vida. Creemos en otros que han creído antes que nosotros. El mundo interior que él tenía quería entregarlo, dárselo a los hombres. Eso es lo que celebramos. El primer sí del padre Kentenich a María, el primer sí de María al P. Kentenich y a un grupo de jóvenes. Igual que la Anunciación fue el primer sí de María a Dios. Ese primer sí que fue un paso audaz, de abandono, de entrega, de generosidad.
Refundar el Movimiento
Volver a fundar Schoenstatt de nuevo tiene que ver con buscar al Dios de la vida. Es la llamada fe práctica en la Divina Providencia. Antes de la Alianza de amor ya el Padre vivía de la fe práctica, aplicada en la vida. Él aprendió a descubrir a Dios en su vida. En eso consiste la fe, en aprender a mirar la vida, el alma, el tiempo y ver a Dios allí donde permanece oculto. Así lo hizo el Padre siempre. Desde el principio supo ver las puertas abiertas y no se quedó bloqueado en las puertas cerradas. En los errores e injusticias humanas. Su padre no quiso reconocerlo, no le dejaron ser jesuita por ser hijo de madre soltera, su madre no pudo educarle por falta de medios económicos. Son circunstancias, que pueden ser hechos aislados o puntos conectados en un camino hecho con Dios. Pueden ser barreras infranqueables o trampolines que nos muestren metas nuevas. Su madre lo llevó a un internado, lo puso en manos de María, le dejaron ordenarse después de una primera negativa, lo pusieron de director espiritual de jóvenes a Schoenstatt de forma sorpresiva. Son los puntos aparentemente inconexos que, con la mirada de hoy, tienen un sentido. Dios usó sus carencias. Así llegó al corazón del Padre. Su herida fue su puerta de entrada. Estaba solo, nadie influyó en su educación. Sin vínculos. Muy intelectual, sin su herida quizás nunca hubiese entrado María. Dios se amolda a cada uno y con cada uno tiene un camino personal. Dice mucho de cómo es Schoenstatt. De dentro hacia fuera. Desde la vida a la teoría. Colaborando Dios y nosotros en el plan de salvación. El Padre llegó a la alianza de amor con María a través de esa herida que marcó su alma, a través del alma de los chicos, a través de un puesto como director espiritual al que llega por la Divina Providencia, a través de muchas puertas cerradas y otras abiertas. A través de un abogado, Bartolo Longo y la ciudad de Pompeya, un lugar de peregrinación. A través de una guerra terrible, que se abre como la gran oportunidad para iniciar un camino de santidad. El Padre tiene una intuición y da un salto de fe. Dios irrumpe. María dio un salto de fe en la Anunciación y creyó en el Padre Dios. Creo que refundar Schoenstatt consiste en mirar la vida con los ojos de Dios y creer y confiar y dejarlo todo para seguir a Dios, allí donde Él vaya. Consiste en no encasillar la vida tratando de que sea como nosotros deseamos, intentando que todo encaje.
No se trata de repetir las cosas tal como las hizo el Padre. A veces es la tentación de la fidelidad al P. Kentenich. Repetir sus charlas, hacer lo mismo. Más bien consiste en tener su mirada, esa mirada audaz y profunda, esa mirada que descansaba siempre en el corazón de Dios. Es una fidelidad creadora, siempre nueva, siempre fiel al origen. Sí, se trata de mirar como miraba él, respetando la originalidad, el deseo del alma, el deseo de Dios. Mirar como mira Dios.
La alianza, y el sueño del Padre Kentenich
La alianza de amor fue una irrupción de Dios, una iniciativa divina. Dios se tomó en serio el anhelo del P. Kentenich y el de aquellos jóvenes. Había una voz de Dios detrás de sus pensamientos. El Padre no se lo inventaba, pero dudaba. ¿Y si fueran aires de grandeza? ¿Cómo atreverse a pedir algo tan grande? Nadie le aseguró nada, nadie le dijo: «Esto es lo que Dios quiere». No hubo una aparición, ni ningún milagro, nada extraordinario. Esos milagros que tantas veces esperamos.
No, todo estaba oculto en el corazón de los chicos y en su propio corazón. ¿Cómo podía ser la guerra injusta una señal para algo querido por Dios? ¿Dios podía hablar detrás de algo tan malo, tan injusto, tan terrible? El Padre no quería imponer tampoco su deseo. No, quería que el proceso fuese de los chicos, no algo impuesto sino algo que surgiera de la vida. Tendría miedo a equivocarse. Con infinito respeto a la vida de cada uno. Más tarde diría que fue la decisión más difícil de su vida. Un salto de fe enorme. Pero él ya conocía a María, se fiaba de Ella, su alianza estaba sellada desde hacía muchos años, cuando él tenía sólo nueve y María lo había rescatado de la soledad, del abandono, del olvido. Vino entonces la petición audaz de pedirle que se estableciera en esa capilla y obrara desde allí milagros de gracia. Tuvo una mirada de profeta. Pensó que ese acto insignificante podía convertir la capilla en un Tabor, en un lugar de peregrinación para Alemania, quizás más allá. ¡Qué mirada tan limpia, tan pura, tan audaz, tan profética! Vio lo que nadie veía en ese momento, tampoco los chicos. Hoy parece fácil ver la resultante creadora, los frutos y milagros obrados en el Santuario. En ese momento hacía falta mucha fe. El Padre soñaba con que lo que había sucedido en su corazón empezara a suceder en el corazón de los congregantes. El Padre se lanzó por una rendija pequeña, la más pequeña, creyó. Vio lo que otros no veían. Como María ante el Ángel. Hágase, diría en su corazón de hijo. Y María hizo todo lo demás. En su vida había habido muchas puertas cerradas. Y él fue capaz de ver la rendija abierta. ¿Cómo miramos nosotros nuestra vida? ¿Sabemos ver la rendija detrás de la puerta cerrada? ¿Sabemos entender las negativas, los fracasos, como oportunidades que se nos presentan o sólo nos lamentamos cuando no nos resulta todo como deseamos? Así empezó Schoenstatt. Con muchas puertas cerradas, alguna abierta y una rendija. Para refundar Schoenstatt tendríamos que tener una mirada profética, capaz de interpretar signos y ver rendijas. Ver más allá de la apariencia, del momento, dejarnos interpelar por el mundo, por la Iglesia. No viviendo encerrados en una burbuja, sino buscando señales que nos abran el horizonte y nos permitan soñar con un mundo nuevo. María y los congregantes se intercambiaron el corazón en medio de una guerra. Justo antes de separarse, justo antes de que pareciese que podía desaparecer esa pequeña congregación que había empezado tímidamente, justo allí la alianza les ató a ese lugar que se hizo hogar, que les arraigó y les dio identidad. El vínculo, siempre los vínculos. A los lugares, al corazón de María. A María le traían sus cruces ganadas en las batallas, sus esfuerzos por ser santos en el frente. Iban a Schoenstatt cuando podían para reposar en el P. Kentenich, para llegar al santuario y decirle a María que la amaban y para entregarle todos sus esfuerzos. Esa alianza entre María y cada uno de ellos fue su fuerza en la guerra, lo que los mantuvo en pie. Fue motivo de esperanza, fue una luz en medio de la noche.
La Alianza de amor es siempre lo primero, es el comienzo, es lo importante. Sin alianza de amor no existe Schoenstatt. La estructura, los estatutos generales, el organigrama con el que explicamos Schoenstatt, las diferentes comunidades y vocaciones, es más irrelevante. Importan, claro, porque son el cauce de la vida que brota de una misma fuente, la alianza con María. Schoenstatt partió de una historia de amor entre un hijo y María. Es una de las claves. Dios sale al encuentro en medio de la vida de cada uno. Dios es capaz de convertir alegrías, dificultades, heridas, errores, circunstancias fortuitas en caminos para llegar al corazón del hombre. Y el gran regalo fue María. Ella salvó al P. Kentenich. No llegó a Ella a través de la oración, ni de lecturas, sino que fue María la que se instaló en su vida y en su corazón y llenó de aire lo que estaba cerrado. Abrió el corazón cerrado y lo hizo padre de cientos. Es el gran milagro. Él, que estaba solo, que no tenía vínculos fuertes, que no sabía relacionarse porque nadie le había enseñado, fue capaz de ser padre y madre de una familia. María lo hizo posible en la alianza de amor. El Padre se sintió profundamente amado. Ella se sintió profundamente amada por el Padre. Fue el amor de su vida. Así sucede con cada uno. Así surgió Schoenstatt, de un sí, de una primera alianza. La primera del P. Kentenich en el orfanato, la primera de los congregantes en el año 1914.
Primero surgió la vida, el agua, el fuego y luego, como decía el P. Kentenich, sólo se trata de ahondar en la fuente, cavar, y más tarde, cuando surja el agua de lo profundo, hacemos los cauces. Eso es lo que él hizo y es lo que tenemos que hacer nosotros. Nos gustan las normativas, los estatutos, ponerle nombre a todo, decidir lo que encaja y lo que no, lo que corresponde según la historia y lo que queda fuera. Muchas veces los schoenstattianos somos administradores de la verdad. Ponemos cercas, verjas, rejas. Cavamos cauces para que la poca agua que tenemos no se pierda. Queremos tenerlo todo controlado, porque nos da seguridad, porque nos obsesiona que los obispos nos entiendan y nos acepten. Y dejamos de lado la vida. El cauce acaba siendo más importante que la propia vida. Las formas que el espíritu. Distinguimos con pasión entre federación, instituto, militancia, liga, peregrinos. Para que cada uno tenga claro dónde se encuentra. Para evitar confusiones. El nombre puede acabar siendo más importante que la persona, que la misma vida. Cada uno en su bando, sin pensar que somos todos lo mismo, hijos de un mismo padre, herederos de una misma historia sagrada. Nos preocupa saber quién manda más, quién tiene más poder, quién posee más información, quién decide más. Tal vez no son categorías que todos tienen, eso es verdad, pero existen en Schoenstatt y es nuestra tentación. Sucede en todas partes, también en otros Movimientos y en las parroquias. Es la tentación más humana, la que nos hace más débiles en definitiva.
Hemos acentuado tanto lo que nos diferencia, que nos cuesta más encontrar lo que nos une. Refundar Schoenstatt pasa por vivir el poder como servicio y construir la unidad desde la humildad y la renuncia. Así nos pensó Dios. María nos une en una misma alianza. Allí todos somos hijos y hermanos y eso nos da paz. ¿Cómo estamos construyendo la unidad? ¿Cómo vivimos la fe práctica en la Divina Providencia en nuestra propia vida?
Somos un Movimiento mariano. Femenino en nuestra forma de actuar. El alma femenina es paciente, tiene capacidad para acoger vida, cuidar la vida, gestarla, acompañarla. Cuida los procesos, que son lentos. Schoenstatt exige siempre paciencia. No es un movimiento tan eficaz. Schoenstatt nos enseña a entablar el diálogo con Dios y con los hombres buscando juntos lo que Dios quiere. La fe práctica es comunitaria, tiene mucho de diálogo. No sólo decido yo con Dios, sino nosotros con Dios. El consenso, el hablar los temas. Somos una familia, y nos movemos con lentitud, como cualquier familia. Una decisión tomada en una instancia no es evidente que se lleve a cabo en todos los lugares y de la misma forma.
El camino del schoenstattiano
Un schoenstattiano convencido sabe que con él puede comenzar Schoenstatt en cualquier parte y lo hace ver en todo momento. La «mens fundatoris» es un concepto equívoco y complejo. Se concibe como la fidelidad a lo que el Padre pensó. De acuerdo con esa interpretación nos acercamos a la realidad. La mente del Fundador es entonces patrimonio de todo Schoenstatt. Juntos vamos descubriendo el camino. El P. Kentenich dijo y escribió muchas cosas. Es normal que una frase del P. Kentenich, sacada de su contexto, pueda servir para apoyar posturas encontradas. ¿Quién se erige en el representante del Padre? ¿Quién puede interpretar su voluntad en estos momentos? la Familia. Todos en camino, a través del consenso. La riqueza del consenso. La belleza de escuchar y aprender los unos de los otros. Es un regalo para que aprendamos a ceder y nos dejemos así complementar los unos por los otros. Hace falta mucha humildad y dejar de lado el amor propio. Tenemos que aprender a escuchar y a tomarnos en serio mutuamente. Lo cierto es que esta forma de actuar puede frenarnos en ocasiones. Tal vez no estamos llamados a la eficacia, ésa es la verdad. Necesitamos tener la paciencia de una madre. Así es Schoenstatt, un carisma paciente. Educa en la paciencia y en la capacidad para captar y cuidar con delicadeza la vida. Todo es lento, calmado, pausado, al ritmo de la vida que crece desde dentro hacia fuera. Es verdadero, auténtico, sólido, firme, fiel, permanente. Son rasgos preciosos, sin duda. Pero hay que saber vivirlo con paz. En comunión, unidos, respetando. Sin miedo a no tener poder, a no ser tomados en cuenta. Sin miedo a convivir con las diferencias. A aceptar que el trigo crece junto a la cizaña. A saber que hay que aprender a obedecer para ser un poco más niños. Aunque es verdad que nos cuesta obedecer, y ceder, y renunciar. Pensamos que los otros no respetan a veces nuestra originalidad y nos rebelamos. Es necesario crecer en humildad. Ése es el gran desafío. Aprender a trabajar juntos, a complementarnos. Ayudándonos a buscar la verdad y encontrar el camino.
En Schoenstatt hay muchas esferas de poder. Todos podemos tener un poco de mando, de control, de decisión. Hay muchos proyectos y sueños. Todos podemos encontrar nuestro lugar. Pero a veces vemos nuestro lugar desde la óptica del poder. Porque el hecho de opinar ya es poder. Tener información es tener poder. Hay otros carismas más jerárquicos y verticales, donde una instancia decide y los demás obedecen y ejecutan. En Schoenstatt predomina la horizontalidad y el trabajo en común, el consenso. Todos tienen responsabilidades. A todos nos pueden preguntar la opinión y nuestra opinión siempre importa y es tomada en cuenta. El hecho de estar informados sobre lo que ocurre ya es poder. Que nos pidan nuestra opinión y cuenten con ella es poder. El miedo a que nos impongan algo desde fuera es miedo a perder la libertad.
Porque somos libres y gritamos que queremos que nos respeten. Por eso nos defendemos de lo que viene de fuera, de otras comunidades, de otros países. Nos falta humildad, tal vez. El poder sin humildad se hace dictatorial, busca imponer su verdad. Ese poder no escucha, no toma en cuenta lo que es diferente. Nuestro poder es el de María, que sirve como esclava. Es el de Cristo, que se hace uno entre tantos, que va como cordero llevado al matadero, que muere solo en la cruz, abandonado. El amor no se impone nunca, sólo se propone, se ofrece, se dona. El servicio en Schoenstatt es nuestro poder, el poder del amor. No podemos olvidarlo. Siempre desde la humildad, y siempre sabiendo que pasará nuestra hora, nuestro momento. Llegará el día en el que ya no nos pregunten, ya no seamos útiles. En ese momento tendremos que aceptar con humildad que no es nuestra hora. Pusimos nuestra piedra, ahora otros ponen la suya. Construimos en fidelidad los unos con los otros. Pero lo más bonito es que, como en Schoenstatt no prima la eficacia, siempre seremos importantes, siempre sumaremos y tendremos valor, porque para Dios somos los más valiosos y queridos. Él ha inscrito en su alma nuestros nombres para siempre. Nuestro ideal personal, nuestra vida, su sueño, nuestro sueño.