Cien años de camino, una mirada sobre Schoenstatt - Primera Reflexión

En esta ocasión continuamos con la "Primera Reflexión" del Padre Carlos Padilla, tomada de su charla "Cien años de camino, una mirada sobre Schoenstatt". Esta primera reflexión la titula "Una mirada sobre nuestro Padre Fundador". Se trata de una amplia reflexión, apropiada para iniciar este año jubilar, que arranca de una mirada a los inicios de Schoenstatt, desde la biografía misma del Padre Kentenich, y que nos lleva a revisar la vigencia de la Fe Práctica y de la Alianza de Amor en cada uno de nosotros hoy, para plantearnos el "refundar" Schoenstatt en nuestro corazón y en nuestro mundo. Tal como anunciamos, publicaremos el texto en tres partes sucesivas, según la estructura que le dio su autor. La próxima semana estará disponible para descargar, el texto completo.

| P. Carlos Padilla - Madrid P. Carlos Padilla - Madrid

En esta ocasión continuamos con la "Primera Reflexión" del Padre Carlos Padilla, tomada de su charla "Cien años de camino, una mirada sobre Schoenstatt".Esta primera reflexión la titula "Una mirada sobre nuestro Padre Fundador".

Se trata de una amplia reflexión, apropiada para iniciar este año jubilar, que arranca de una mirada a los inicios de Schoenstatt, desde la biografía misma del Padre Kentenich, y que nos lleva a revisar la vigencia de la Fe Práctica y de la Alianza de Amor en cada uno de nosotros hoy, para plantearnos el "refundar" Schoenstatt en nuestro corazón y en nuestro mundo.

Tal como anunciamos, publicaremos el texto en tres partes sucesivas, según la estructura que le dio su autor. La próxima semana estará disponible para descargar, el texto completo.

 

 

 

Primera reflexión: Una mirada sobre nuestro Padre Fundador.

No se puede entender Schoenstatt sin el P. Kentenich.

Y es que Schoenstatt nace de su corazón de Padre y profeta. Brota en su historia personal, surge en su alma. Él vivió en su carne cómo María era capaz de sanar y modelar un hombre nuevo desde el barro. No desde recetas o desde una ascética programada, sino desde la vida de cada uno, desde la historia personal, así actúa Dios. Es así como hizo con el P. Kentenich y con él comenzó todo. Dios irrumpe en la historia y se sirve de un instrumento predilecto, de un hombre con capacidades y defectos. Un hombre muy de Dios, enamorado de Cristo, apasionado por María. Un hombre herido desde la cuna. La fuerza sanadora del amor lo acabó sanando. Pero su herida fue siempre fuente de vida y camino de santidad. Causa de su dolor y motivo para la esperanza. ¡Qué importantes son nuestras heridas! Fue hijo de madre soltera. Nunca fue acogido por su padre. Matías José Koep nunca lo reconoció como hijo y tampoco se casó con su madre. José se sintió así rechazado desde pequeño. Es la experiencia de tantas personas en su vida. Hijos en muchas ocasiones con padres vivos, pero que no se sienten queridos por ellos. El Padre experimentó ese rechazo, el abandono y la soledad. Los años de soledad en un orfanato lo marcaron para siempre. La honra, la fama, su nombre, todo puesto en duda. La soledad de un hombre muy racional, sin vínculos, encerrado, con el corazón atrapado tras un muro. El corazón muchas veces va por otro lado y la cabeza quiere entender las razones. En él se dio de forma preclara la separación entre fe y vida, entre las ideas y el corazón, entre los sueños y la realidad encarnada. Un Dios lejano, un Dios desencarnado, un Dios ajeno al hombre. Una idea de Dios que no era capaz de penetrar todas las fibras del corazón. El Padre pudo caminar hasta al borde del abismo, hasta el borde de la locura. Llegó hasta el extremo y ahí Dios lo detuvo. ¿Dónde empieza el cambio? La ruptura y la unión. La herida y la vida que brota de la misma herida. Esa herida de la que surge la esperanza. La herida que causa tanto dolor y a veces uno siente la tentación de taparla, esconderla, negarla. El P. Kentenich llega a afirmar que nadie, ninguna persona humana, ha influido en su propia educación durante su infancia y juventud. Es dura esa afirmación. El corazón comprende lo profunda que es la herida en su alma. Nadie, sólo María, sólo la Virgen desde aquella primera consagración, influyó en él. Esa afirmación es terrible, dura, conmovedora. ¡Qué soledad interior! Y no cayó en la desesperación, aunque, como él mismo confiesa, estuvo a punto de perder la razón. ¡Qué cerca del hombre de hoy! ¡Qué actual su herida! Un hombre sin raíces, que no ve su fe encarnada, que no ve a Dios en su propia vida. Un hombre solo, con su dolor, incomunicado, atrapado en su abandono. Un hombre herido y dividido en su interior.

¿Cómo y cuándo empezó a sanar su herida?

La consagración a María de un niño de nueve años es el punto clave. La primera rendija abierta es ese momento de entrega de Catalina. Le debemos a ella que María se tomase en serio la educación de José. Es un acto que podía haber pasado casi desapercibido, tapado con el paso de los años en sus recuerdos. Así comienza Schoenstatt en su propio corazón. La primera alianza la pronunció tímidamente, llena de miedo, casi sin saberlo, su propia madre, Catalina Kentenich. Lo hizo con mucha tristeza en el silencio, rota por el dolor, impotente, a la puerta de un orfanato. Esta humilde y esforzada mujer dio el primer paso sin saberlo. Ella retrocedió, se hizo a un lado, y dejó que María estuviera en primer plano. Ella, que tanto amaba a su hijo y que a tantas cosas fue capaz de renunciar por él, se convirtió en el primer eslabón de una larga cadena. Catalina amaba a María y confiaba. Seguramente le mostró el rostro de María al pequeño José y la señaló como su Madre desde muy pequeño. En ese momento se sentía desvalida, totalmente incapaz de seguir cuidando en el día a día a José. Schoenstatt comienza así, con la renuncia de una madre a la que pocas veces recordamos y agradecemos. Tantas madres hoy renuncian a estar con sus hijos para poder vivir en España y ganar el dinero suficiente para su educación futura. Pienso en tantas madres inmigrantes que dejan a sus hijos en sus países porque aquí no pueden mantenerlos ni cuidarlos. La renuncia es generadora de vida, aunque traiga consigo mucho dolor para ambas partes. En ocasiones creemos que no, que la renuncia sólo es un dolor, una ausencia, una pérdida, una falta de plenitud que no tiene sentido. En el plan de Dios todo encaja, aunque en la tierra nos cueste comprender sus deseos. La renuncia es fuente de vida en el corazón de Dios, la renuncia de María para cuidar a Jesús, la renuncia de Jesús en la cruz para salvar a los hombres. La renuncia de tantos santos a lo largo de la historia de la Iglesia. Es la renuncia hecha en el corazón de Dios, con humildad, dócilmente, la que da vida, la que es fecunda. El Padre recibe la vida de una madre que es capaz de renunciar por amor. Recibe vida en esa misma renuncia. Catalina renuncia a sí misma, a sus planes, a su propio camino de felicidad, de autorrealización como persona. Esa autorrealización que ahora parece sagrada para todo el mundo. Hoy tantas personas se buscan a sí mismas tratando de realizarse, de encontrar el mejor lugar para desplegar sus talentos y capacidades. Se quejan cuando no encuentran el trabajo de su vida, o la casa, o el país, cuando no se realizan sus sueños y no entienden que la renuncia pueda tener un valor. Sin embargo, Catalina, una mujer también herida y rechazada por el padre de su hijo, es capaz de renunciar por amor, de ponerse a sí misma en un segundo plano. Es una mujer fuerte, que aprende a vivir en soledad para que su hijo tenga una educación y pueda hacer su camino. Entrega lo que más quiere y aprende así a amar en el silencio, en soledad, muchas veces en la distancia. Aprende a educar de rodillas, como tantas otras madres cuando se sienten impotentes a la hora de educar a sus hijos. Estamos abismándonos en la herida de amor del P. Kentenich. Esa herida profunda es cuidada a partir de ese momento por María. Catalina también la cuida con su renuncia, desde cerca. Schoenstatt nace de la humildad de una renuncia, del silencio de una renuncia, del olvido de aquella mujer que le dio la vida a un niño pobre llamado José Kentenich. Schoenstatt comienza en la soledad de saber renunciar a lo que más queremos por amor, con un sentido. Schoenstatt comienza con una renuncia y un acto de entrega fiel a María. Catalina le confía a María a su hijo José. Sella la primera alianza y María acepta ese intercambio de corazones. Pone en sus manos poderosas de Madre el destino de un hijo abandonado. Catalina no sabía qué podía hacer y confía en María. Se abandona. Pone su vida en sus manos y confía ciegamente en que todo va a ir muy bien. Y así es. Cuando José mira hacia atrás ve en ese acto de consagración la primera alianza. Ve en esa entrega fiel el comienzo de todo. Allí se hizo hijo de María para siempre. De forma poco consciente. De forma sencilla y humilde. Pero esa primera alianza le cambió la vida para siempre.

Creo que Schoenstatt nos invita, en este momento en el que celebramos y agradecemos, a ser capaces de vivir descentrados. La renuncia de Catalina nos hace preguntarnos si nosotros somos capaces de renunciar, de ponernos en un segundo plano, de alegrarnos porque otros puedan hacer su camino y encontrar su camino de felicidad, mientras nosotros permanecemos ocultos en un segundo plano. María aparece como modelo, no sólo como camino. Ella se puso en segundo lugar y aceptó la condición de sierva haciendo vida sus palabras: «Hágase en mí según tu palabra». Se retiró, dejó que Jesús se hiciera carne en su vida y cambiara para siempre su camino, su destino, el rumbo de sus pasos, sus propios planes de vida. Se trata de ser capaces de negarnos a nosotros mismos para poder afirmar a otros. Cuando pienso en Schoenstatt pienso que así debe surgir siempre de nuevo. Desde la humildad de la renuncia. Esta máxima es fundamental para que Schoenstatt se renueve en nuestro corazón. ¿Cómo si no pretendemos dar vida a otros? Cuando nos gustan los primeros lugares y buscamos el poder, no estamos siendo fieles a este comienzo. Cuando queremos ser tomados en cuenta y valorados por nuestra entrega, no comprendemos cómo se puso la primera semilla de Schoenstatt. Podemos caer fácilmente en la tentación de los cargos y los puestos, del éxito y la eficacia. Schoenstatt se presta para que cada schoenstattiano se sienta fundador y crea que con él comienza todo de nuevo. Corremos todos el peligro de olvidar a Catalina Kentenich. «Sin lagar no hay vino», rezaba el P. Kentenich. «Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo», nos dice Jesús. Negarnos a nosotros mismos sólo tiene sentido si es para que otros tengan vida en abundancia. Es el sentido de toda renuncia. Una muerte para dar la vida. Que en otros haya más vida, una vida verdadera y plena. Nuestro camino de plenitud pasa por el camino de plenitud de aquellos a los que amamos. ¿Nosotros valoramos la renuncia? ¿Entendemos que pueda ser fuente de vida y fecundidad? ¿A qué renunciamos por amor?


La verdad es que al pensar en nuestro fundador pienso en la suerte que tenemos. Tenemos un fundador herido. No es perfecto. No viene de una familia ideal, como tal vez algunos santos y como tal vez hubiéramos querido. No tuvo una familia con padre y madre que se amaban e hijos modélicos que se querían mucho. Fue un hombre sin raíces, sin vínculos humanos fuertes, sin experiencias familiares dignas de ser recordadas, sin hermanos. No tuvo recuerdos bonitos de infancia, ni fotos, ni lugares llenos de fantasía. Hubo, eso sí, mucha soledad, dureza, austeridad, pobreza. El P. Kentenich tenía una herida muy fuerte de desamor y de soledad, como son siempre las nuestras. Hasta el punto que a él mismo le costaba hablar de esto hasta el final de su vida. Hasta el punto de que en Schoenstatt era un tema tabú. Hasta ese punto fue una herida profunda, una herida honda, una debilidad limitante. En realidad lo incapacitó para lo más evidente de un hombre que es relacionarse y crear vínculos. Además quedó marcado por una época en la que los vínculos personales estaban mal vistos. Una herida que le llevó a una falta de unión interior tan fuerte que en algún momento va a decir que estuvo a punto de llegar a la locura, esa división entre fe y vida, entre el Dios todopoderoso y el Dios de su corazón, encarnado, que tenía que ver con él, entre lo humano y lo divino, entre las ideas y la vida. Si uno pensara en ese momento, antes de 1912, en buscar la persona adecuada para fundar un Movimiento con las características de Schoenstatt, nunca hubiésemos elegido al P. Kentenich. De hecho la primera votación para aceptarlo para el diaconado fue negativa porque no conocían al P. Kentenich en su interior. Dios permitió que en la segunda votación sí fuera aceptado. Dios eligió al P. Kentenich para que surgiera de él un Movimiento que pudiese ayudar y dar respuesta a muchas de las heridas que él mismo tenía, un Movimiento de vínculos, un hogar donde echar raíces. Tantas cosas de las que él carecía y justamente Dios lo utilizó para ello. ¿Por qué acentúo tanto la herida? Porque Dios nos usa en nuestra herida, no a pesar de ella. Igual que la renuncia de Catalina fue fuente de vida, y nuestra renuncia es fuente de vida, también nuestra herida puede ser fuente de vida, como lo fue en el P. Kentenich. La herida del costado abierto de Cristo es fuente de vida. Nuestra propia herida cuando la aceptamos y la besamos, Dios la usa y es fuente de vida. Por aquí pasa una primera clave para comprender Schoenstatt. Schoenstatt está llamado a fundarse de nuevo desde esta realidad que me parece tan importante. Dios no niega nuestra herida cuando quiere dar vida a partir de nuestro sí. No construye sobre un alma sin pecado, salvo en el caso de María. No, Dios nos acepta como somos y no se avergüenza de nuestra herida. Al contrario, se sirve de ella. Pensamos con frecuencia que Dios ama sólo nuestras virtudes y aprovecha sólo lo que hacemos bien, esos talentos que ha puesto en el alma. Si cantamos bien nos usará para lograr que otros se enamoren de Él gracias a nuestra voz. Si somos genios en la informática usará este talento tan práctico para evangelizar de esta manera. Pero nos cuesta comprender que Dios quiera usar nuestra limitación, nuestra debilidad, aquella herida que queremos olvidar, para dar vida en abundancia a otros.

La soledad del P. Kentenich.

La soledad del P. Kentenich, que es en sí misma algo terrible, se convierte en la llave para entender cómo surge Schoenstatt. Dios usó su soledad para hacerle padre de una familia. Usó ese silencio, esa profundidad de su vida interior, ese jardín rico en hondura, para que allí fecundara un nuevo carisma. Utilizó el barro de su historia, para gestar una obra de arte. Su falta de padre fue fundamental para despertar en él el deseo de dar lo que no había recibido, una paternidad profunda y auténtica. La herida, la ruptura, se convierten en puente, en camino de santidad. Pienso que Schoenstatt se funda de nuevo en nosotros cuando asumimos esta verdad en nosotros, que sin nuestra herida Dios no puede dar vida a otros. Porque la herida se convierte en puerta de entrada, para que Dios entre y para que otros se acerquen. Porque nuestra herida nos hace humildes y más misericordiosos y hace que juzguemos la realidad desde la pequeñez, y no desde el orgullo. Ya está bien de formular ideales personales que no son nuestros, sino tomados de las vidas de los santos, o creados mirando un ideal que está tan lejos de nosotros, que tal vez nunca nos pertenezca. Ideales que nos rompen por dentro porque nos recuerdan continuamente la desproporción entre lo que anhelamos y lo que somos. Partamos de nuestra propia herida, de nuestra vida tal y como es, de nuestra pequeñez que sueña con las alturas. Así lo hizo el P. Kentenich. Entendamos que desde esa herida, desde lo más hondo de nuestro dolor, de esa historia de la que nos avergonzamos muchas veces, es desde donde Dios comienza a tallar la verdadera obra maestra que quiere hacer con nosotros. Esa herida, de la que a lo mejor nunca nos atrevamos a hablar en público, como le pasaba al P. Kentenich, es nuestra fuente de vida y nuestro camino de salvación. Aceptemos nuestra historia, sí podemos llegar a querer nuestra propia carne, con la que Dios hará maravillas. Pensemos que sí es posible para Dios hacer cosas imposibles. Él puede hacerlo todo bien a partir de nuestra pobreza. Así lo hizo Dios con María, desde su pequeñez. Así lo ha vuelto a hacer siempre con los santos. Así lo hizo con el P. Kentenich. Vivir así nos hará más misericordiosos, más humanos, más humildes, más alegres porque no tendremos que defendernos de nadie. En Schoenstatt a veces valoramos mucho los talentos y nos centramos en las capacidades. El que habla bien, el que tiene una vida maravillosa, el que escribe de forma increíble, el que da testimonios maravillosos, el que canta como los ángeles, el que dirige bien los grupos, el que ha leído muchos libros de Schoenstatt y sabe exponerlos, etc. Nos atrae la perfección, no podemos remediarlo. La originalidad atractiva parece que será más fecunda y despreciamos al que no sabe tanto, al que no destaca, al que parece no tener tantos talentos, al que es torpe, al que está muy herido. El P. Kentenich en su vida se rodeó de personas heridas. Creo que fundar de nuevo pasa por ser abiertos, por construir sobre la vida de los que Dios nos confía, con los remeros libres que tenemos, sin buscar la perfección inexistente. Consiste en alegrarnos con el barro, aunque no sea perfecto, puro y brillante. Si no lo hacemos no estaremos siendo fieles al origen de nuestra historia sagrada. No buscamos la eficiencia, no pretendemos que todo resulte bien, ser unos perfectos ejecutores de eventos. No queremos ser selectivos, buscando sólo esas élites que conduzcan a las masas. Porque ése no fue el camino que siguió Jesús en su vida. Jesús se rodeó de pecadores y personas rechazadas, heridas, enfermas. Nosotros soñamos con tener un corazón abierto y misericordioso como el de Cristo. Un corazón que mire al hombre como lo mira Jesús, como lo mira María, como lo miró el P. Kentenich.

El P. Kentenich llega a esta alianza de amor.

El P. Kentenich llega a esta alianza de amor de 1914 con una gran profundidad. Hay algo muy bonito, y es parte de nuestra herencia, que en esa imperfección de su historia, Dios le regaló al P. Kentenich algo que es un tesoro, que fue la profundidad de su alma. El P. Kentenich cavó en su alma en la soledad. A veces eso nos falta a nosotros. Al ahondar en su alma, en su soledad, en su hermetismo, en su muralla, permitió, en su relación con María, que surgiera Schoenstatt. Schoenstatt surgió en la hondura del corazón del Padre antes de ver la luz para los hombres. No nace Schoenstatt a partir de grandes eventos y actividades. Nace, por el contrario, en el silencio de la hondura de un alma, en la profundidad de un corazón. Si el Padre hubiera permanecido en la superficie, no hubiera habido hondura suficiente para que surgiera el mundo de Schoenstatt. Hay gente que cree que es de Schoenstatt sólo porque va a eventos y participa en actividades. Pero ese Schoenstatt que viven es superficial y rápidamente puede desaparecer cuando surgen contratiempos y decepciones. No hay hondura. Schoenstatt no ha arraigado en lo más hondo del corazón. Somos herederos del Padre en la medida en que hay hondura en nuestra alma, en la medida en que la alianza de amor ha captado todas las fibras de nuestro corazón. El mundo de Schoenstatt se gestó en ese océano interior del P. Kentenich, en ese jardín interior. Ahí se gestó. Por eso luego pudo él sacarlo. Porque ya lo tenía. Porque ya había ocurrido en él y después le fue poniendo a todo lo que él ya vivía. La primera alianza de amor ya había ocurrido para él y había ido madurando con el paso de los años. En esos años difíciles y duros de su juventud se fue gestando Schoenstatt en su corazón, y único que hizo después fue encontrar cauces para esa fuente que salía de él, que estaba ya en él. María sanó ese desamor del P. Kentenich y el amor que surgió de la sanación dio vida a muchos.

Su paternidad y su maternidad.

Su paternidad y su maternidad. Schoenstatt nace de una paternidad. Dios actuó a través de su paternidad. El P. Kentenich comenzó a sacar de dentro lo que nunca pensó que tenía. María convirtió la vida del P. Kentenich en fuente de vida para otros. Sin haber tenido un padre aprendió a ser padre, y madre al mismo tiempo, cuando Dios le regaló hijos. Así sanó su herida, dándose, entregándose, muriendo por los otros. Fue una paternidad muy humana y muy cercana. Si algo necesitamos en Schoenstatt son padres y madres, humanos y cercanos. Padres y madres que nos proyecten y nos adentren en el corazón de Dios. Los chicos encontraban en el padre esa seguridad. Se fiaban del padre Kentenich, lo buscaban, lo admiraban, lo querían. En él encontraron un lugar donde echar raíces. Se arraigaron en él con el riesgo que siempre tienen los vínculos. El riesgo de la dependencia, el riesgo de la decepción, el riesgo de la exclusividad, el riesgo de que llegase a ser un apego desordenado. No importaba. Schoenstatt surge de una confianza labrada día a día en la entrega. Así sanó su orfandad, siendo padre. Así, al regalar hogar a otros, encontró él mismo un hogar. De repente, encajó todo. Su herida le hizo experimentar el desgarro del hombre, de esos jóvenes solitarios y necesitados. Fue capaz de ponerse en el lugar del otro, de comprender, de empatizar y saber cuánta necesidad de arraigo hay en el hombre. Fue capaz de regalar a cada uno lo que a él le había salvado: el rostro de María. Pero fue el vínculo con su persona el que los llevó a María. El lazo humano del que se sirvió Dios para conducirlos al corazón de Dios: «Dios nos quiere atraer con lazos humanos. Por eso procura que nos dejemos vincular por el amor filial, conyugal, paternal. Permite que nos vinculemos a hijos, padres y cónyuges. Pero Dios tira ese lazo hacia arriba y no descansa hasta que todo esté ligado a Él» . Los vínculos nos sanan y nos arraigan en Dios. Aunque a veces nos asustan. Porque nos da miedo que se desordenen. ¡Quién puede decir que todos sus apegos y vínculos están perfectamente ordenados! Sólo María. El resto llevamos la herida de la soledad en el alma. Y nos vinculamos para aprender a amar y para subir siempre más alto, hasta Dios.

La paternidad del Padre fue también una maternidad.

Él fue padre y madre. Esos chicos estaban necesitados de una madre. No les bastaba con un padre que los escuchara y les mostrara horizontes amplios, no, necesitaban una madre que estuviera pendiente de sus más cotidianas necesidades, de lo más esencial. Es por eso que también nosotros estamos llamados a mostrar la misericordia de esa paternidad y maternidad en medio de los hombres. Somos hijos y padres y madres. Eso nos hace hermanos, es cierto. Nos hace familia. Hoy hay muchos huérfanos con padres y madres vivos. Fundar Schoenstatt de nuevo pasa por aprender a ser mejores hijos y mejores padres y madres. Pasa por ser hogar donde otros puedan echar raíces, con el riesgo que eso supone para ambas partes. Schoenstatt es ese hogar en el que muchos echarán raíces y respirar una atmósfera sobrenatural. No es hogar un espacio en el que no hay una preocupación por las necesidades personales de cada uno, en el que nos aceptan sólo si somos útiles y luego nos olvidan, en el que nos dan más atención cuando servimos, cuando aportamos algo. Es hogar Schoenstatt si podemos ser nosotros mismos, si nos podemos mostrar tal y como somos fuera del Santuario, si no tememos el rechazo y no vivimos compitiendo con los demás, comparándonos continuamente. Schoenstatt es hogar cuando cualquiera puede encontrar su lugar, y puede sentirse querido, en casa, sin miedos. Schoenstatt es hogar si hay madres que acojan y se preocupen personalmente por cada uno. Schoenstatt es fiel a su misión si educamos para que haya padres que muestren caminos y den seguridad. Así, y sólo así, seremos mejores hermanos. Cuando sólo nos sentimos hermanos, nos vemos iguales y tan sólo buscamos ser los primeros, competimos, queremos destacar, tener poder, ser los predilectos, los elegidos, los más queridos, los únicos que hacen las cosas bien. Competimos por un lugar casi sin darnos cuenta. Y así no se puede construir. Si los hermanos no aprenden a ser hijos y padres y madres no podrán madurar como hermanos. No se sentirán libres. No encontrarán su lugar. No tendrán la paz del que sabe que da lo que puede dar y no lo que no tiene.

La próxima semana publicaremos la "Segunda Reflexión" que forma parte de esta charla.

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